Por Lei Gonzalez
Hace unos años atrás estaba viviendo en España. Las fiestas del orgullo de Madrid son masivas. En el aire se siente la energía, la alegría, algarabía… Felicidad pura. Nunca había estado en unas fiestas así, nunca me había sentido con la libertad de celebrar quién soy, y hasta ese momento nunca había podido experimentar todas las expresiones del ser de la manera que lo hice ese año. Se me erizan los pelos aún con el recuerdo.
Después del desfile, comienzan las fiestas. Voy caminando hacia un bar con mis amigues y la veo sentada en una calzada. Me llamó mucho la atención. Nuestras miradas se cruzaron.
Paso frente a ella y continúo caminando, giro a verla y sus ojos siguen fijos en mí. En ese momento un sentimiento más poderoso que yo me hace detener, como si se tratara de una fuerza magnética. Doy media vuelta y me acerco. Le digo mi nombre y luego quedé en blanco… no tenía plan ni estrategia. Ella me preguntó que dónde íbamos y la invité a venir conmigo.
Esa noche fue espectacular, fuimos a diferentes bares de chueca (el barrio LGBTQ+ por excelencia de Madrid), bailamos en la calle, en los parques, nos besábamos en las esquinas, en los baños, en todos lados. Este fue el inicio de nuestra historia.
Vivíamos a seis horas de distancia pero eso no nos detuvo. A veces ella venía, otras yo iba. Disfrutábamos mucho la una de la otra, y yo apreciaba muchísimo el hecho de que no existía presión ni expectativa, que teníamos nuestro espacio. Pero cada vez que nos encontrábamos, yo trabajaba activamente para ocultar que soy bixesual.
No podía evitar pensar en todos los estigmas. Desde fuera de la comunidad nos convertimos en “una fase”, en “solo curiosidad”, “en promiscuos”… y demás discriminaciones que podemos sufrir todes les LGBTQ+.
Sin embargo, quería ocultarlo porque le temía a la discriminación que venía desde dentro de la comunidad, en especial a esa idea de que les bixesuales somos portadores de las enfermedades, que permitimos y facilitamos ser objetos de placer, que maltratamos a la comunidad con nuestra “indecisión” entre otras cosas que estaban incrustadas en mí porque las venía escuchando desde tiempo atrás.
Así que me auto censuré, me daba miedo hablar mi verdad, me daba miedo aceptar mi identidad.
Ella nunca me presionó a contarle nada, el sexo siempre fue alucinante y fluíamos muy bien. Durante mi período con ella me di cuenta de que yo operaba con mecanismos de sobrevivencia porque vivir en República Dominicana no es fácil.
Un día estábamos tomando unos tragos en un bar con sus amigas y una señaló lo apuesto que estaba el hombre que nos atendía, lo que abrió la conversación. Intenté no involucrarme en el tema, inclusive intenté evadirlo, desviarlo. Pero fue fútil porque la verdad pesa más. Fue la primera vez que admití frente a ella que también me llamaba la atención los chicos, pero no pude referirme a mi misma como bisexual. Esto me provocó un coctel de sentimientos en el pecho, entre ellos sentí alivio y vergüenza.
Asumí que se ella se enojaría conmigo, asumí que todo terminaría esa noche, asumí, asumí, asumí…. Ella me miró con ojos llenos de curiosidad, pero también llenos cariño y gentileza. Me confrontó, no porque no le había dicho sino por la timidez e inseguridad con la que yo hablaba en ese momento. Fue como salir del closet otra vez.
Una persona hace lo mejor que puede con las herramientas que tiene. Hasta ese momento entendía que la norma era estar a la defensiva o esconderse y me di cuenta que ya no lo quería hacer más. Esto me llevó a un viaje fantástico, en el cual continúo. Ocultar, evadir e intentar pasar por lesbiana o heterosexual no me engrandece. Al contrario, me destruye, me divide, me perjudica. Negar una parte de mi identidad es negarme a mí misma.